Así resisten los artilleros ucranianos a los ataques rusos en el frente de Járkiv

2022-05-13 03:37:55 By : Mr. Mike Dong

LV_En el interior de una unidad de combate ucraniana en el norte del Donbass: “Necesitamos artillería pesada”

X. Mas de Xaxàs

Dimitri vive en el frente oriental de Járkiv, allí donde el asfalto y las chimeneas de los polígonos industriales se rinden ante la llanura amplia, despoblada y sembrada de trigo que ahora empieza a brotar.

Su casa es sencilla, de una planta con el tejado a dos aguas. Tiene un hermoso jardín con almendros en flor y tulipanes que nacen de bulbos plantados hace muchos años. Las gallinas merodean a sus anchas, igual de locas que siempre. El cercado que las guardaba saltó por los aires al principio de la invasión y es inútil repararlo.

El pueblo es pequeño. Las calles son de una tierra oscura y fértil. Todas las casas se parecen a la suya. Se llama Elitne. Después de cruzar el último puesto de control, hay que recorrer una recta de kilómetro y medio hasta las primeras casas.

Los soldados rusos están a la derecha, hacia el este, justo donde acaba el campo de trigo, y los ucranianos a la izquierda, camuflados entre los árboles que custodian la entrada a Elitne. Dos kilómetros separan sus posiciones.

Járkiv resiste a los ataques rusos

Los dueños de las casas de Elitne, de los jardines y los sembrados, partieron a principios de la guerra. Los militares son ahora los custodios de sus bienes y terrenos.

Dimitri estaba contento cuando estreché su mano ayer por la mañana. Comentó que hacía un día fantástico y tenía razón. El cielo, azul y resplandeciente, dejaba que los borregos blancos jugaran entre los proyectiles que iban y venían. Solo faltaba una guitarra para redondear la escena bélica y pastoril.

Sobre la camiseta y los pantalones de camuflaje, Dimitri llevaba una sudadera negra con el lema en inglés One of a kind (Soy único). Había pasado casi toda la noche de guardia y me reconoció que la misión le agotaba. “Vigilo las posiciones enemigas –explicó–. No me puedo distraer ni un instante. De noche, el combate es más intenso”.

El soldado Dimitri no podía explicarme cómo vigila a los artilleros rusos, ni qué ve en la oscuridad.

No sé por qué se me ocurrió preguntarle si conocía el documental Mirando en la oscuridad , de Serhii Volkov, un cineasta de Járkiv. Es la historia de un ciego de nacimiento que ayuda a un coronel ucraniano que perdió la vista en el frente del Donbass en el 2014. “¿Un ciego ayudando a otro ciego? Interesante. No, no lo he visto. ¿Cómo acaba?”.

Hablamos detrás de la casa, entre las gallinas y las astillas de un cobertizo que el domingo fue blanco de un obús. El Golf aparcado junto al almendro perdió las lunas y una parte de la carrocería.

Un soldado ucraniano, junto a un vehículo lanzacohetes BM-21, en la región de Luhansk (SERHII NUZHNENKO / Reuters)

Dimitri oía las explosiones con la misma indiferencia que sus compañeros y ponía buena cara cuando le preguntaba por el cansancio acumulado en dos meses de combates sin un día de permiso. “Hay que resistir para ganar”, respondió de manera automática, casi sin pensar.

Luego sugirió que bajáramos al refugio. “Es mejor, porque los obuses caen ahora un poco más cerca. Los rusos utilizan drones para guiarlos. Es posible que nos hayan visto”.

El refugio era un pequeño almacén de dos por cuatro metros abandonado desde mucho antes de la guerra. Había un cesto con patatas y cebollas podridas, una vela encendida junto a una imagen de la Virgen María, un cable eléctrico con varios enchufes, paquetes de cigarrillos y bebidas energéticas. El suelo era de tierra. El parasol delantero del Golf servía de alfombra. La luz bajaba por la escalera. Tres soldados descansaban sobre colchones sucios, entre mantas que nunca se lavarán. Cuando la noche es oscura y solo durante un momento, encienden la estufa de hierro para calentar la cena en una sartén antiadherente.

Los soldados fumaban, bromeaban y jugaban con sus teléfonos en modo avión mientras los rusos afinaban la puntería. Llevaban las mismas ropas de faena que el ejército estadounidense.

Antes de la guerra, Dimitri era bailarín. La invasión rusa lo pilló en China. “Tenía un buen contrato en una compañía. Hacíamos musicales, salíamos de gira y me divertía mucho, pero lo dejé para venir a luchar. Mi país me necesitaba. No podía quedarme al margen.”

Pasados veinte minutos, Dimitri o Tantsor –bailarín en ruso, su apodo en esta compañía de un centenar de hombres– decidió que ya podíamos salir. Tenía medido el tiempo entre batidas.

De nuevo en la superficie, respiramos el perfume de las flores, dejamos que el sol y el aire fresco nos limpiaran los ojos. Tanta explosión de la primavera, sin embargo, me pareció grotesca.

Tantsor celebraba la vida frente a un enemigo al que debía matar. Combinaba la exaltación patriótica con la primaveral, las ganas de guerrear con las de bailar A Chorus Line el día de la victoria. La traición del otoño y la esterilidad del invierno le quedaban muy lejos. El sol iluminaba su oscuridad y lo dejaba ciego.

© La Vanguardia Ediciones, SLU Todos los derechos reservados.