Una revolución inconclusa: Petro y el barrio Bolívar 83

2022-05-13 03:37:46 By : Ms. kathy huang

"¿Cómo será que ni la puerta quiere abrir?". Fernando Leiton retuerce la llave en el ojo de la cerradura. El marco de la puerta —blanca, de acero, con dos ventanas de vidrio esmaltado— se zarandea. El ruido del metal alerta a los niños que corretean por la calle y a los vecinos que, curiosos, asoman sus cabezas por entre las cortinas de sus casas. Otros dejan de caminar y se quedan de pie, expectantes. De una tienda cercana surge, como un murmullo, el estribillo de una canción de reguetón. "Hace años se nos cayó el techo —dice Fernando, todavía frente a la puerta—. Una vez vinimos a sacar el chiquero, y estaba todo abandonado". Arriba, en el segundo y último piso de la construcción, se lee en letras negras y azules sobre un fondo curuba: PUESTO DE SALUD. 

Alrededor, la carrera segunda del barrio Bolívar 83 se extiende como un río tornasolado. La mayoría de sus casas están pintadas en tonos azules, verdes, amarillos y rojos. Unas pocas, sin pañetar, solo exhiben ladrillos macizos. En algunas aceras reposan materas apeñuscadas y de la calle brotan hileras de pasto entre las grietas. Cecilia Garnica, amiga de Fernando desde que ambos ayudaron a fundar el barrio en los años ochenta, suspira impaciente: "Esta carrera era antes la mejor de todo el barrio, bien cementadita, pero ahora es nuestra calle del cartucho. Solo deje que pasen las ocho de la noche. Toda la santísima noche esto es una procesión de drogas".

La puerta, finalmente, se abre. El interior del edificio confirma las palabras de Fernando: la ausencia de muebles y de afiches y de bombillos evidencia el abandono. También la humedad, que se trepa por las paredes, y el polvo, que cubre hasta el más lejano rincón. En el segundo piso, frente a una especie de patio, una ventana deja entrever el cuarto donde aún reposa la silla de dentistería que en su momento donó la Lotería de Cundinamarca. "El médico y el odontólogo venían los lunes y los miércoles. No cobraban nada", recuerda Fernando, para quien la experiencia de recorrer el edificio es particularmente íntima: él fue quien, hace más de diez años, sacó los permisos para construirlo, durante su primera etapa como presidente de la Junta de Acción Comunal (JAC) del barrio. Y ahora que ha vuelto a ocupar el mismo cargo, tiene en la mira enderezar la situación de su comunidad.

La misión, sin embargo, no es fácil: desde hace décadas el Bolívar 83 ha tenido que navegar los embates de la marginalidad. Desde pandillas hasta atracos, desde microtráfico hasta riñas callejeras. A los problemas de seguridad se suman los de su geografía: por su elevada ubicación en las laderas occidentales de Zipaquirá, la alcaldía local declaró al barrio en zona de riesgo de deslizamientos, lo cual ha impedido su formalización y, por lo tanto, que sus habitantes accedan a los subsidios de las cajas de compensación. Pero Fernando se muestra optimista. Mientras camina por los cuartos del puesto de salud, señalando sus viejos usos, parece un hombre vigorizado por su nueva oportunidad. "Por eso he vuelto a ser presidente, porque quiero volver a lo que éramos antes: una familia unida". Las palabras salen de su boca sin nostalgia. Canalizan, más bien, el entusiasmo de otra época, la del principio, cuando los primeros colonos de Bolívar 83 se dejaron motivar por las prédicas de un joven del M-19 llamado Gustavo Petro. 

Fernando Leiton, presiente de la JAC del barrio Bolívar 83

En 1976, siete años antes de la fundación del barrio, cuatro amigos que cursaban su último año de bachillerato decidieron acampar durante una semana en la Peña de Juaica. El cerro, ubicado entre Tabio y Tenjo, atrae sobre todo a ufólogos: personas que le siguen la pista a los ovnis. Los cuatro jóvenes, que venían de fundar el grupo GJ3 —por las iniciales de sus nombres: Germán Ávila, Gonzalo Galvis, Jairo Navarrete y Gustavo Petro—, no pretendían encontrar extraterrestres. En una carpa maltrecha, a punta de enlatados, buscaban emular la vida de los combatientes de los grupos armados. En Una vida, muchas vidas (Planeta, 2021), su nueva autobiografía, el candidato presidencial de la Colombia Humana recuerda el episodio: "Nuestro objetivo era poner en la cima la bandera del JG3 e iniciar lo que considerábamos nuestro juramento a la lucha revolucionaria".

Para ese entonces, a pesar de solo tener 16 años, Gustavo Petro (1960) ya tenía claro su norte político. Como relata en sus memorias, desde su más temprana infancia, su madre, Clara Nubia Urrego, combatía su aversión a la sopa intercalando cada cucharada con historias de romanos y de Gaitán. "Nosotros —le decía— también somos del pueblo, y del pueblo de Gaitán". Había visto a su padre, Gustavo Ramiro Petro, llorar el día en que mataron al Che Guevara en 1967. Y en Zipaquirá, a donde la familia se mudó cuando cursaba el segundo grado, creció de la mano de una década —la del setenta— marcada por una juventud embocada en hacer la revolución. Curioso y precoz, su mente absorbió como una esponja el presunto robo de las elecciones presidenciales del año 70, el golpe de estado contra Salvador Allende en Chile, la victoria de los vietnamitas del norte y, claro, el nacimiento del M-19 en 1974, un movimiento que recogía muchas de las luchas de su madre.

De adolescente no tardó en pegar en una de las paredes de su habitación un afiche de la bandera de la Anapo (la misma del M-19). Leía la revista Alternativa y el periódico Mayorías, que su madre llevaba a la casa cuando regresaba del mercado. En el colegio La Salle, de inclinación franquista, nunca se sintió cómodo, pero se unió con unos amigos a un grupo de estudio para leer a Marx, al socialista galés Robert Owen y a García Márquez, quien se había graduado de esa misma institución. Pronto tomó la decisión de complementar la lectura con la realidad: poco a poco empezó a introducirse en el mundo obrero, donde universitarios y emisarios clandestinos de grupos armados —del EPL, sobre todo— se disputaban la atención de los trabajadores de las minas de sal.

Pero ningún grupo caló tan hondo en el mundo popular de Zipaquirá como el M-19. Desde su fundación, el movimiento subversivo había demostrado una destreza publicitaria que le generó el aprecio de buena parte de la población colombiana. Petro seguía de cerca cada uno de sus pasos: "Me enteraba de las acciones que llevaba a cabo en barrios pobres, como entregar leche, y observaba la simpatía que comenzaba a desencadenar en el país, una emoción muy distinta a la apatía que generaba la izquierda tradicional del Partido Comunista, que nunca logró, en general, llegar al alma popular de Colombia", se lee en Una vida, muchas vidas.

Ese entusiasmo pronto se transformó en militancia. En 1978, un profesor santandereano llamado Pío Quinto Jaimes abordó a Petro para invitarlo a entrar a las filas del eme. El actual candidato a la presidencia aceptó y, de inmediato, su vida se rompió en dos: una mitad siguió siendo Gustavo, el estudiante de Economía que por la madrugadas cogía el bus para llegar a clase de siete en la Universidad del Externado; la otra mitad asumió el nombre de guerra de Aureliano, en homenaje a Cien años de soledad, y empezó a operar en la clandestinidad. La llegada a la presidencia de Julio César Turbay ese año —con su estatuto de seguridad— diezmó la capacidad logística del M-19 a nivel nacional, pero no en Zipaquirá: allí los jóvenes militantes empezaron a moverse bajo el radar de un gobierno que priorizaba la represión por medio de la tortura y las capturas masivas.

Al tiempo que obtenía semestre tras semestre buenas calificaciones en la universidad, en su otra vida escribía comunicados, asistía a huelgas y participaba en las asambleas de los obreros. Junto a sus compañeros creó la columna José María Melo y, como muchos de ellos, empezó a escribir en el periódico Carta al Pueblo, que ellos mismos repartían en los barrios más humildes de Zipaquirá. En 1982, se lanzaron al ruedo político y ganaron: uno de sus integrantes, Bernardo Chinchilla, se volvió concejal, y Petro, personero. Como recuerda la periodista Viviana Londoño en un artículo para El Espectador, la buena racha los motivó a tomarse el matadero municipal para demandar su reubicación y, cuando triunfaron, se atrevieron a imaginar un proyecto incluso más ambicioso: provocar una insurrección. "Se trataba de [hacer] un movimiento popular armado", escribe Petro en sus memorias, y tenía como objetivo la fundación de un barrio: el Bolívar 83. 

Panorámica del Bolívar 83, abajo, Zipaquirá

El primer ensayo terminó en una batalla campal. Impulsados por los redactores de Carta al Pueblo, cientos de residentes de Zipaquirá y de poblaciones vecinas como Pacho y Yacopí se tomaron un terreno en dirección de Cogua, llamado El Cedro, que pertenecía a la Iglesia. No eran exactamente obreros industriales, sino, como escribe Petro, "los coteros de las plazas de mercado, las trabajadoras de las flores, la delincuencia, los trabajadores del carbón, los desempleados". En otras palabras, los más necesitados de una vivienda. Con cabuyas atadas a estacas marcaron lotes y montaron un sistema de vigilancia las 24 horas. Algunos vecinos les subían comida: gaseosas, pan, agua de panela. Pero de poco sirvió. A pesar de que Petro, en su capacidad de personero, habló con la alcaldesa María Fernanda Castañeda, a la semana llegó la Policía y el Ejército. "Se armó la de Troya —recuerda Cecilia Garnica, entonces viuda y con cinco hijos a su cargo—. Intentamos escondernos en otra loma, pero eso era piedra para acá, piedra para allá, gases para acá, gases para allá". Fernando Leiton añade: "Nos sacaron a mansalva. El que cayó, cayó. Niños, mujeres, de todo".

La noche fue larga. Muchos zipaquireños, indignados con la respuesta de los militares, salieron a protestar a favor de la toma. Hubo barricadas, vítores, golpizas. Hacia la medianoche, en una casa del barrio La Esmeralda, militantes del eme —entre ellos: Pacho Vargas, Olga Chavarro, Gonzalo Suárez y el mismo Petro— arengaron a un grupo de ocupantes para que no tiraran la toalla. Empezó, entonces, un proceso de negociación que duró dos meses, hasta que la alcaldesa dio el brazo a torcer y acordó ceder el terreno donde se encuentra el barrio en la actualidad, en las lomas al oeste de Altamira. La carranga y los bailes alumbraron esas primeras noches. El Bolívar 83 incluso encontró a un inesperado mecenas: el millonario papero Luis Eduardo Gutiérrez, que no solo participó en las conversaciones, sino que, durante años, cada quince días, les envió camiones llenos de papa.

Las mujeres, como Cecilia Garnica, lideraron la construcción del barrio. Montaron una caseta de plástico que se convirtió en el salón comunal. Emparejaron el territorio para trazar los lotes. Recolectaron madera, tela asfáltica y tejas de zinc para levantar las primeras viviendas. Cavaron la tierra para introducir la tubería. Hicieron las antorchas que prendían de noche. Integraron los grupos de vigilancia que protegían al barrio de posibles intrusos. Prepararon el caldo, el tinto, el chocolate. Hablaron, por medio del M-19, con la Universidad Nacional para el trazado de las vías y el levantamiento topográfico.

Petro, que tenía 22 años, acompañó el nacimiento del barrio de cerca. Con el correr de los meses empezó a dormir cada vez más en el Bolívar 83 y, pronto, se volvió en una especie de líder comunitario. Su nueva popularidad lo catapultó en 1984 a ganar un curul como concejal. Pero el año siguiente todo cambió. La tregua que había firmado el gobierno de Belisario Betancur con el M-19 en Corinto llegó a su fin y, como consecuencia, las fuerzas armadas incursionaron con vehemencia en los fortines del movimiento. El día en que llegaron al Bolívar 83, Petro distinguió los tanques desde otra parte de Zipaquirá: "El barrio estaba rodeado, pero pude entrar disfrazado de minero. Me metí a la boca del lobo a defender a la población".

Durante varios días logró pasar inadvertido. Evitaba salir y, al menor asomo de las fuerzas militares, se escondía. Un día, informado de que los camiones del Ejército subían la loma, se escabulló dentro de un túnel sin salida. Durante las primeras horas llegó a pensar que estaba a salvo, pero no contó con que un niño, presionado por un soldado, terminaría por revelar la ubicación de la guarida. Ese día empezó su temporada en el infierno: después de ser arrastrado por las calles del barrio que había ayudado a construir con sus propias manos, pasó a ser torturado en la Escuela de Caballería. Durante el próximo año y medio, recorrería varías cárceles del país. El Bolívar 83 también cayó en la desesperanza. A partir de ese momento, "el barrio perdió su poder popular por culpa de la represión —escribe Petro—. El 83 entró en la lógica de los demás barrios populares de Colombia". 

María Eugenia Luque, Cecilia Garnica, María Eugenia Basabe, “antiguas” del barrio

Fernando Leiton sube la pendiente a grandes zancadas. A sus 61 años, goza de un buen estado físico. Mientras avanza, se saluda con sus vecinos. "¿Qué dice, alcohólico? ¡Hijo de palo!", suelta sin poder contener la risotada. La carretera, sinuosa, conduce al mirador, en el límite superior del barrio. Por esas mismas montañas, recuerda, se escondió el día en que el Ejército arrestó a Petro en 1985. Esa mañana había partido a Bogotá para recoger una publicidad del M-19 en la casa de Navarro Wolff. Cuando volvió al barrio por la tarde, un amigo le contó que el Ejército había descubierto la ubicación del túnel. Consciente del peligro que corría, se precipitó monte adentro para enterrar la maleta que contenía los stickers. A su regreso, alcanzó a ver el desfile de los capturados. "Ese día lloré. Al ver cómo habían masacrado al hombre. Él nos había dado el ánimo para seguir luchando".

Fernando creció en una casa de madera a escasos metros del terreno donde hoy se encuentra el Bolívar 83. De hecho, de niño solía galopar por esa loma en una yegua. La vida ató su destino al del M-19 el día en que accedió a acompañar a un grupo de militantes a repartir mercados en el municipio de Chaguaní, en las cercanías de Guaduas. Desde la construcción del barrio ha vivido entre sus calles. Su cuerpo sirve de evidencia: a inicios de los años noventa entró en el rancho en llamas de una amiga para salvar a sus dos hijos. El tanque de gasolina explotó. Fernando duró mes y medio en la clínica y, como recuerdo, le quedaron cicatrices en la espalda y una cirugía en la cara. De los pobladores originales —o, como ellos mismos se llaman, "los antiguos"— quedan menos de ochenta; el barrio, hoy, tiene alrededor de 750 habitantes.

"Aquí vamos a hacer uno de los nuevos proyectos", exclama Fernando, visiblemente emocionado. En el borde del mirador, Zipaquirá se desparrama a sus píes. En la distancia se ve la silueta de la Catedral de la Santísima Trinidad y, más de cerca, las cuatro cuadras que conforman el Bolívar 83. En los noventa, la junta del barrio quiso construir allí una iglesia, pero el proyecto no prosperó: de ese impulso solo quedó una enorme cruz blanca de cemento que se eleva sobre el pasto. "Ahora la idea es aplanar el terreno y montar unas caseticas para que la gente pueda venir a disfrutar de la vista", dice Fernando. También quiere organizar caminatas ecológicas. Desde el mirador, por una alameda, se puede llegar al páramo de Árbol Solo y al ecoparque Nukasa.

Por ahora, sin embargo, ha priorizado dos obras de infraestructura: conseguir el techo para el polideportivo que se encuentra a la entrada del barrio y pavimentar de nuevo la carrera segunda. El alcalde Wilson García, asegura Fernando, ya aprobó los dos proyectos, pero los tiempos de entrega se han atrasado por la pandemia: "Él tiene todas las intenciones de ayudarnos, pero la situación está complicada". Si bien una buena parte de la población del barrio ya se vacunó, no todos han podido regresar al ritmo de vida que tenían antes del Covid. Muchos residentes trabajan vendiendo bon ice o flores en la calle, o como empleadas domésticas. Fernando, por su lado, hace turnos de 12 horas para la empresa de Acueducto, Alcantarillado y Aseo de Zipaquirá, de lunes a jueves. El trabajo es bueno, dice, pero por eso mismo no ha podido dedicarse de tiempo completo al Bolívar 83. De todas formas, desde su regreso a la presidencia de la JAC ha supervisado la instalación de varias cámaras de seguridad en las calles y se ha reunido con el director de la Policía para aumentar el número de efectivos.

De vuelta en el barrio, Fernando se detiene en la parte más alta de las escaleras centrales. En un mural religioso, las manos de una figura en hábitos sostienen un libro abierto. En la primera página se lee: "Honrar a padre y madre alargará tu vida". En la segunda: "El Señor dice: Yo te mostraré el camino que debes seguir y velaré por ti". La obra, realizada por un artista que vive en el barrio La Concepción, pronto será reemplazada por un grafiti del ciclista Egan Bernal, que creció en una casa de un piso en la carrera primera. El campeón del Tour de Francia desvela a los niños del barrio cada diciembre, cuando regresa a entregarles regalos de navidad.

Para los "antiguos", la popularidad de Egan es solo comparable con la de Petro. Muchos lo apoyaron en 2018, cuando el candidato de la Colombia Humana se llevó el 61 por ciento de los votos de Zipaquirá en la segunda vuelta. Hoy en día no lo culpan por el devenir del barrio. María Eugenia Luque, una de las fundadoras, recuerda una conversación que sostuvo con Petro en 2019. "Él me dijo que nosotros teníamos que asumir la dirección del Bolívar. Que él nos había ayudado, pero que ahora era nuestra responsabilidad. Y es verdad". Aún así, María Eugenia, como Fernando, como Cecilia, quisieran que Petro los visitara más a menudo. No para que les ofrezca un atajo. Sino para escucharlos. Para motivarlos. Para guiarlos, como en el principio.

Christopher Tibble Lloreda (1989) es periodista y fue uno de los editores de "Una vida, muchas vidas", la autobiografía de Gustavo Petro lanzada la semana pasada. Ya va en su segunda edición, según dijo Petro.

Candidato a la Presidencia, senador y ex alcalde de Bogotá

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