Literatura inmersiva: entrevista a un artista recién fallecido (a Sergio De Loof) | CHACO DÍA POR DÍA

2022-08-20 04:09:50 By : Mr. Jason Chen

El periodista y escritor chaqueño radicado en Carlos Paz, Pedro Jorge Solans, evoca la figura singular del artista, diseñador, fotógrafo y decorador fallecido en marzo último. Nacido en Buenos Aires en 1962, fue una reconocida figura del under porteño. Excéntrico creador y ambientador - entre otras performances - fundó y/o ambientó, en el contexto de la postdictadura, bares, restaurantes y discotecas como Bolivia (1989), El Dorado (1990) Ave Porco (1994), El Morocco (1993) y Club Caniche (1995).

La historia del recién fallecido en un basural barroco fue apasionante. Despertó interés en varias revistas, aunque la entrevista solo fue para una.

En el basurero a cielo abierto empezó a darse cuenta que debía ser él mismo, ignoró las causas de su depresión sonriente; no tuvo tiempo de investigar si sufría o no.

Había nacido así, pasó sus mejores años recolectando deshechos y a pelo limpio en el pecho, expuso su gusto extravagante.

Tenía una sensibilidad especial para valorar los detalles en los residuos y se obsesionaba con los ornamentos sobre todo, en sus intimidades.

Construía castillos con botellas arrojadas al suelo y cajas descartables donde buscaba su espiritualidad dentro de sus alcobas.

Solía provocar sensaciones con objetos llamativos. Estrenó su corazón rescatando y reciclando obras de arte.

Solo se vio su rostro impávido en la defensa de sus tres amigas bailarinas juzgadas por mostrar “demasiado” en un cabaret.

Habrían violado una ordenanza que prohibía el cuerpo público, la desnudez, en lugares donde se servían comidas y bebidas.

Entonces, con ese rostro impávido señaló al juez: – Las bragas de las mujeres eran demasiado grandes para que se le vean las partes del cuerpo como los policías encubiertos dijeron haber visto esa noche en Sodoma.

Y pidió que mostrasen esos cuerpos políticos, esas siluetas festivas.

El magistrado se negó que lo hicieran a solas en su despacho, pero permitió el baile frente al tribunal.

Las tres se dieron vuelta y brillaron sus bellísimos traseros.

El juez dictaminó que las bragas eran efectivamente de tamaño suficiente, y las bataclanas fueron sobreseídas.

Había muerto en Berazategui después de aplanar calles por Hudson.

La noche porteña se percató de la pérdida y lloró al último brillo del siglo de los rotos.

Su despedida fue larga y por etapas; la enfermedad, de excusa, colaboró para que su partida sea lenta: partió ese poco argentino fileteado, después, ese otro poco de artista todo terreno; y siguieron sus otros perfiles:

El intérprete de los suburbios, y el alquimista mutante, que mutaba el VIH en arte, en un arte en bruto, bien bruto, – aquí hay que hacer una salvedad-

El arte de Sergio De Loof fue más quejoso, más caprichoso y tenía un ronquido tanguero, bien viruta, bien rioplatense, a diferencia del bruto sucio que creó Jean Dubuffet.

Eso se notó entre su Hortensia, y La Espinaca del francés.

Tuvo sus razones, sus caprichos y también sus sinrazones para quejarse como cualquier vecino de un mundo que trastorna.

La entrevista se fue dilatando por “h por b”, y de una sombra surgió su desbordada sonrisa sus manos en alto y su voz imperante; – Sería muy bueno hablar después de muerto.

Uno está tranquilo, y, de paso, evitamos los drones que asustan –

Pasaron setenta y ocho días, como los arcanos del Tarot. La espera se dilató porque en el treinta y seis, precisamente, el recién fallecido enloqueció.

En plena iniciación, se colgó desnudo de una piedra, y abandonó la práctica de la Magia Sexual en plena pendiente durante el ascenso a los montes de las nueve Arcadas, postergó, también, su ingreso a los misterios mayores. Nadie supo por qué.

De acuerdo a la despedida que le brindó la genial Gabriela Massuh en el amado Facebook del recién fallecido se dedujo que las palabras del artista no alcanzarían para una entrevista extensa ortodoxa que pudiera aspirar a uno de los tantos premios académicos, aunque el entrevistador se esforzara hasta las últimas consecuencias, y cometiera más hurtos de los habituales y utilizara más artimañas de las que usa en sus crónicas poéticas.

La amiga que escribió El robo de Buenos Aires no tuvo empacho al despedirse: “desde el encierro de la pandemia lo evoco con su desparpajo, su barroquismo, su rispidez, su intuición sublime, su gloria callejera, su orgullo sismográfico, su mal disimulada piedad, su manera agria de estar alerta y no querer estarlo, su acendrada lejanía, su genuina pobreza de los márgenes, su forma de aguarte el vino y escupirte en la sopa, su empecinada vocación por la denuncia, su coraje, su procacidad como caricia, su fingida frivolidad,

Sergio, tu arte y el respeto.”

Ojalá, tus tatuajes sean los signos de la realidad que se escapa.

Antes de morir, pretendió visitar Egipto con Batato Barea para recibir de labios a oídos el secreto terrible del Gran Arcano.

Se había preparado bastante, a conciencia, para no cometer desaciertos.

Hizo varios ensayos como buen obsesivo: de emperatriz, de sacerdotisa, simuló más locura, y más magia. Pero el viaje quedó en la nada; lo había superado el abandono.

La entrevista se postergaba por enésima vez. El entrevistado seguía estudiando lo no conocido del “rey de la marginalidad.” De repente, una turbulencia despertó la resignada espera.

Apareció una de esas grandes noches, donde solían florecer sus mejores exposiciones, donde los demonios escapaban del exorcismo y gateaban por los tejados de Buenos Aires, no de cualquier ciudad de Buenos Aires, y desnudos parodiaban la belleza impuesta.

En la huida se sumaron las cirujas de los sueños y al sentirse a salvo festejaron, bebieron para no ver el sol y aplaudieron para que ladrasen los perros y alertaran al olvido de Sergio De Loof.

Ellos y la maravillosa Laura Barranco pelearon para que el diseñador de las causas invisibles ocupase la tapa de la edición impresa más vendida de la revista neoyorquina, mientras sus restos crujían en una fogata encendida al revés de los sentidos, crujían como si fueran los restos de un brujo escapado de la Santa Inquisición, un brujo vendedor ambulante de la herejía medieval, un caminador de nuestros días, un técnico en manipulaciones inversas y en raras dilaciones.

Sergio De Loof fue un perturbador del sentido común, de la opinión pública, de lo que deber ser y de lo que Dios manda, un desaforado que agarraba del cuello a la paciencia, y se abrochaba el cinturón en el último agujero para marcarse la cintura y saltaran sus ojos negros intensos.

Fue un ser maravillosamente endemoniado que hubiera fracasado como burócrata.

La entrevista fue pactada para que se realice en Buenos Aires pero no en cualquier lugar de Buenos Aires.

Él diseñó su escenario, buscó una zona de la ciudad donde vivía el verbo en situación de calle.

Usó una coreografía incómoda para el entrevistador, irritante, sobresalían los adoquines moldeados con sudor, eran adoquines antiguos cuya dureza en las puntas encantaba.

La callejuela adornada con banderines multicolores ofrecía un traqueteo tan molesto que replicaba golpes, tal vez, de los picapedreros formadores de esas figuras anárquicas.

La conversación no podía ser grabada y debía ser en castellano arrabalero con toques de dialectos italianos, de francés y una pizca de inglés, para que volviesen los tonos de los distintos idiomas a los mostradores de los bares desaparecidos, esas torres de Babel que existían en cada esquina de faroles y compadritos.

En Corrientes y Montevideo, el entrevistado describía a las mesas de café como La Paz de la psicodélica prehistórica, y los bohemios repartían papel picado con los manifiestos de la argentinidad, con pequeñas muestras cholulas, lecturas de “La náusea”. balbuceos dudosos sobre “El capital”, improvisadas frases atribuidas a “Así habló Zaratustra”; y entre ellos, los nacionales más peronizados lanzaban frases de Arturo Jauretche o de Roberto Arlt; y aunque no hubieran visto un solo libro era indispensable mencionar autores, o repetir de memoria conceptos de la dialéctica en la filosofía, explicar la historia del mundo y el pensamiento.

No importaba el orden de las menciones nadie alteraba las presentaciones. Sigmund Freud, Jacques Lacan y Carl Gustav Jung eran códigos indispensables para asomarse en las ventanas cómplices durante las tardes de llovizna y humo con gotas estampadas en los vidrios.

Luego, el recién fallecido propuso caminar para que se acuerden de él, iba sin rumbo y lo detuvo la mugre del cartel de la cantina Pippo¨s, que seducía desde la puerta con aroma a macarrones en mesa envuelta con papel de envolver, que incitaba a cenar con vino suelto en pingüinos gastados por el uso y soda en sifones escasos de limpieza y gas.

En la Martona, de los versos sueltos con sus morrales, sus pipas y sus clientas atractivas, sin rímeles y puchos esperando en bocas que habían sido pintadas, esperaban a los iluminados de la noche, los malditos del alba, los trasnochados que desayunaban ginebra, whisky o el último tinto de lo vivido, los que sentían en el pecho la sensación de vagar con el oficio archivado en desuso entre la ropa sucia en la mochila.

Esos que subían a los trenes que iban a Morón, a Claypole, a Colegiales siguiendo un dato que siempre terminaba en falsa alarma.

El recién fallecido encontró ruinas y señaló con el pulgar para arriba:

– Volver es un verbo que se quitó la corbata en el taxi Siam Di Tella antes de llegar al Instituto Di Tella de los años sesenta para discutir si el suicidio era, o no, un bien cultural porteño, un bien de pura cepa, extraordinariamente melancólico en la ciudad del psicoanálisis como el pelado de origen italiano y cultura inglesa que llegó para cantar y matarse en la manzana de las luces-.

En plena entrevista, él cambió de posición, apenas se lo veía por el humo, pero Buenos Aires seguía siendo un verbo que usaba poesía para que sus habitantes cambiaran de apariencias:

– Después de todo, no sé, por qué se preocupan tanto quienes se visten de hombres o de mujeres si no pasa de ser un detalle en las noches largas de errantes y de fantasías – respondió en un brinco su corazón.

Salió corriendo a esconderse en los rincones, en los teatros, y se reía del Colón, del San Martín, y del Cervantes, del Ópera, y del Gran Rex.

– ¿Cómo seguirlo? – ¿Cómo buscarlo? Preguntaba el entrevistador, y se respondía sin decir una sola palabra: – Paciencia y perseverancia.

Llegó al barrio de San Telmo donde por fin, posó para las fotografías. Cuando abandonó Balvanera, no volvió más al café de instalaciones precarias y piso de tierra.

Le dio asco la sangre de víctimas, victimarios, malandrines y mujeres conocidas como las “negras”, las “pardas” y las “chinas”.

Era el bar bautizado por un comisario buscador de angelitos, entre las payadas de Gabino Ezeiza, de Higinio D. Cazón, y de José Betinotti, entre los desafiantes del canto de Carlos Gardel y José Razzano, entre los guisos picantes en la casa del pueblo donde Osvaldo Pugliese, Cátulo Castillo y al gordo Troilo.

Sacudían las polleras cómodas con estilos fluctuantes. Sin embargo, volvió con un homenaje al enterarse que los descendientes de Gabino y de Higinio se maquillaban para semejarse a los europeos.

Y se maquilló groseramente para sus fotografías colgadas en los años de las telarañas en las paredes de los cabarets cerrados.

En punta de pie, bajo una humareda, tomó del brazo a su Buenos Aires, y buscó donde iniciar su monólogo, la ciudad compañera se encogió de hombros, pensó que le pediría repartir Wipe por los conventillos y los sótanos, se imaginó que la última edición, a cargo Alfredo Visciglio y Paulo Russo, traería su biografía su agenda cultural, sus publicaciones falsas de modelos de primera categoría.

Sin embargo, volvió, volvió a sorprender con una anécdota con Prodan: – Hubiese vivido en la botica La Estrella. Le hice probar la bebida al tano Luca y alucinó; aunque no entendió por qué un norteamericano creó la primera bebida argentina, y le repliqué, que no viniese con idioteces, porque a mí me enfermó una longaniza colorada cordobesa.

Lo único que importa y perdura es la bebida riquísima que fabricó un rococó como Melville Sewell Bagley.

Este tipo buscó un nombre mágico para su licorcillo, se remontó a los griegos que navegaron el Mediterráneo- Silencio

– En los primeros afiches publicitarios, Bagley había señalado que los helénicos se deliraron con un destello áureo que provenían de las naranjas de las costas del Levante y creyeron que eran las manzanas de oro del Jardín de las ninfas del ocaso.

¿No fue maravilloso, fue un artista rococó, Luca?- – Mejor no hablar de ciertas cosas- Le respondió, el pelado ítalo anglo argentino.

Se invitaron con miradas cómplices, y fueron por las pizzas y los fainás de Las Cuartetas, pero no había lugar y siguieron para Banchero, y se rieron de los tanos, y los tanos desde sus tumbas se rieron de la pareja, y todos, con ojos brillosos, ingresaron al bar de los 36 billares donde miles de bolas nunca acertaron los agujeros de las esquinas.

Fue muy cursi para él, olor a grasa, una ridiculez total que lo avergonzó en el viaje en Subte, la vergüenza le duró hasta ver cajones de tomates podridos en el Abasto.

En la esquina de Corrientes y Florida encendió un paquete completo de cigarrillos y se acomodó el sombrero, mientras se confundía de horario Buenos Aires.

Esperaba Ana Díaz, agitando sus pañuelos para que bebieran en su pulpería en el orden fijado por la tradición: ajenjo, ginebra y otros brebajes.

En Juncal y Libertad, volver se había vuelto una locura de la brújula. En Boedo y San Juan, ni un tango ni una milonga querían retroceder. Un dedo pulgar para abajo significó seguir su ritmo.

La entrevista se interrumpía una y mil veces. Era imposible atesorar las frases en un teclado, menos aún el camino, las huellas, la onda de un personaje extravagante, irritante y trash.

Hacía muchos años que se había ido de Balvanera, Aunque nunca se pudo desvincular de Once.

Las interferencias se hacían notar en las voces diversas, la de Omar Chabán, causaba risas.

Sus súplicas eran misas paganas, celebradas con nerviosismo y ansiedad para evitar una quemazón, eran gritos lacónicos querían apagar con alcohol el encendido trágico, una multitud encerrada una noche bolichera.

Nadie escuchó su canción ni aplaudió su última parodia.

Los seguidores de los perros callejeros deliraban, se jactaban de las bengalas encendidas de muertes, de un cáncer que vendría a consumir los delirios de un artista vencido, cuya obra final fue un par de zapatillas colgadas y el pasaje de los pibes sufrientes: – Al cielo se ingresa descalzo.

La contracara, fue Batato Barea, un sufrido que sufría solo, que ironizaba lo establecido.

En el fugaz “Peinados Yoli” no se entendía el “happenings/”Numeritos”, pero en el “Clú del Claun” sus actuaciones espontáneas sin texto preestablecido, sin nada de dramatismo y con “ataques” artísticos a la conciencia establecida gritaba su inocencia:

“- Volvé Sergio mariquita, nos queda un viaje a El Cairo. Ya he muerto yo, no vengas vos. La perfección tiene que tener errores, sin errores no hay perfección.

Alejandra Pizarnik, ya lo dijo, “volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender …” Átame con el alambre de Néstor Perlongher, y recuerda, que “.. No es lo que falta, es lo que sobra, lo que no duele…”

– Volvé, Ya he muerto yo, No vengas vos.

El tatuaje de la muerte es el reflejo del mosaico de Lisboa, mi alma, no vengas

Fernando Noy aún está, lo vi, recordó a Tanguito y eso es clave. “…Todo estará muerto/ alguna vez…” y Alfonsina Storni aún no salió del mar.

No vengas a la deriva, ante los malparidos.

Volvé, ya no seguirán por aquel San Telmo que caminabas con el pelado Luca Prodan.

Ese San Telmo de plaza Dorrego fue devorado entre muzzarella y burbujas” – Barea estaba muy enojado y no aceptaba lo sucedido y le gritó de muy mal modo.

Nunca fue partidario de San la Muerte; de bronca, Batato intentó asaltar un planeta nuevo y erró la sortija, se lanzó del número tercer primo de Eisenstein real, y desesperadamente se abrazó a unos restos de un meteorito chino que cruzó en el trayecto.

Desde ese episodio para Sergio De Loof, Barea no fue más Batato, si no, Salvador Walter.

Por rebeldía se enamoró de Facebook, qué hubiese pasado, si los muchachos de Meta, los corporativos, – Mark Zuckerberg, Andrew McCollum, Eduardo Saverin, Dustin Moskovitz y Chris Hughes – se hubiesen enterado que un artista telepático murió enamorado de una de sus redes sociales, y que se comunicaba sabiendo que no sabía, como buen artista cuyo oficio fue la telepatía. Qué hubiese pasado.

Se alimentó varios martes con guiso y locro y abundante vino suelto y después, abrió sus reductos multicolores con la paleta de los verdes y rojos terrosos andinos tapó los corrales de Miserere iluminó el hígado del colosal barrio, y alrededor de la plaza venció al gris de Cemento y al subsuelo del Parakultural.

Más antojadizo, menos ansioso, explicó lo inexplicable, habló como si estuviera arengando en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), en el Museo de San Onesíforo de Galípolis, o en el mismísimo Museo de los Espejos.

Habló sin tartamudear sobre lo horizontal de la cultura, el rigor sin examen, la belleza de la basura, y el arte inclusivo e infinito.

Fue un artista de horario continuado; no tuvo un continente made in source.

Él fue un artista de basurales rococó desde “La Libertad guiando al pueblo” de Eugenio Delacroix, desde “el billete” de Henry Matisse hasta ese obelisco calvo diseñado para observar los sentires de los soles de Retiro, del Plata, y los fervores nocturnos que ya no estaban.

En el arribo al barrio de Palermo su semblante fue distinto, se arrogaba la creación del Soho, observaba vidrieras, se detuvo en La Cabrera, y en una mesa volcó un Mabel y agarró con la mano un hueso y degustó su carne sabrosa como si fuera un niño con chupetín.

Conjugó a la perfección un plato de entrañas, una vaca que se iba, una copa de burbujas que hablaba francés, un café mientras esperaba las flores del Parque Lezama. Y en Madero escupió el momento de la abstinencia.

La entrevista se había desviado y solo con oficio se podría rescatar Aquella historia de basural y arte. Casualmente su historia subió al colectivo de la línea sesenta, para volver al punto de partida.

Buenos Aires recuerda su esplendor con una placa en el barco que se iba y en un avión que aterrizaba. Se llevó la humedad en la sangre y el verbo en el corazón.

Cuando un loco anunciaba la llegada del tren: – ¡Viene el tren!¡Viene el tren! Él soplaba el silbato, y esperaba la llegada.

Y soplaba para la salida. El tren humano salía despacio: -¡Chucu, chucu, chucu! – E iba tomando velocidad -¡Chucuchu,chucuchu,chucuchu!- encaraba por la avenida Córdoba, y a pocos metros volvía a sonar el silbato y el tren se detenía, y volvía a origen.

Había salido sin la autorización de las campanadas: Talán Talán, talán, talán.

A menudo reconocía un noctámbulo por sus zapatos. Sabía de antemano su dicho: – Buenos Aires es un taxi y se arremangaba la camisa para conducir el destino y tocaba bocina: pip, pip, túuu, tútutu, píii…- y el Siam Di Tella tenía la banderita de libre y el recién fallecido no dudaba, encendía un cigarrillo armado, se sentaba al volante y emprendía la marcha hacia un punto remoto, pero, siempre tenía que volver porque se olvidaba de bajar la banderita y, entonces sí, el reloj acompañaba la marcha.

Buenos Aires era un verbo, y volver era posible.

Sergio De Loof, el recién fallecido anunció su regreso vestido de underground nihilista. Volvería, – según él – por sus huellas batiendo palmas para que se abriera de par en par la gran puerta y aparezca el gran amanecer el amanecer distinto.

Lo haría como se fue, siendo un antiguo con aspiraciones posmodernas, un recolector de residuos con aire encantador, un elitista que soñaba liderar multitudes, pese a ello, supo que el mundo ya no era el suyo y cantó, y cantó: “-no soy cagón, no soy cagón…; como decía André Breton, irse antes es una bendición.”

– Volveré igual porque soy un bebé underground que no crece, un feto under atrofiado”; -afirmó gesticulando un vuelo para atrás.

Roberto Papateodosio, en el sitio web Ramona, publicó algunas palabras suyas. No se sabe si fueron las mejores pero fueron suyas: “-Quiero aprovechar el momento para esta negrita, que cierren la avenida San Juan, y el quilombo que causó, y al final todos los instrumentos sonando, una elegancia…

Nunca lo voy a olvidar. Estoy muy feliz.

Mi dixit es: quiero cien años más. Quiero vivir, quiero sentir, quiero belleza, quiero hacer-”

A veces, se ponía antiguo y se comportaba como un artista francés de los años 1750, posando desnudo, religiosamente desnudo para el “Columpio.”

A las preguntas de la entrevista, respondían sus obras, sus guías espirituales, sus deseos, sus miedos, sus vestimentas, sus colores, sus basurales transmutados: la emperatriz, el mago, el ermitaño y la fuerza de los seres de la mitología mundana, como el punk que vio vomitar vino de cartón en el baño del Parakultural.

“- Voy a dar de comer y tomar al menos vino de damajuana -” ordenó indicando con el dedo como si fuera el sable de un San Martin de bronce

Era sagaz, sabía a quién odiar, y odió a Fred Redondo, por aseverar que Coco Chanel había sido la creadora de su frase célebre: “la moda pasa, el estilo no”

Y se reía de Coco Chanel, y mencionaba a Fred Redondo con desprecio; – el petulante que no hacía las cosas de corazón, y por esa razón, asumía la nacionalidad de sus programas televisivos que no pasaban de ser mediáticos y fácilmente olvidables –

Su té inglés se había enfriado.

Sergio De Loof murió al sentirse vencido, vencido por la obviedad. Era obvio; que se repetirían los siglos, con sus crueldades, sus ignorancias y sus respectivas víctimas.

El recién fallecido no quería ser recordado como un cursi pintoresco del eterno mundo en vías de desarrollo.

Y en los inicios de la conversación acusó a los modistos de arañarse con sus propias derrotas y que temían de las garras de las modistas.

“- Volverán el desconcierto, la pandemia del rigor y las guerras, y luego, otra vez, abrirán las casas de alta costura financiadas, los perdedores sobrevivientes tendrán una centenaria oportunidad ante la escasez de glamur y de sitios hospitalarios donde reinen las expresiones artísticas.

Los nuevos trajes tendrán estilos galácticos, aerodinámicos, repetirán el estilo iniciático, y como rebeldes solitarias aparecerán las nuevas referencias, otras, no aquellas, como aquellas, pero otras: Coco Chanel, Elizabeth Taylor, Grace Kelly, Rita Hayworth, y otras… de muy baja estopa.

¡Uy! ¿Para qué las nombro? ¡No puedo echar todo por la borda!”-

Y qué otra cosa podía haber hecho antes de partir un recién fallecido como él; solo enrolarse en un nihilismo irónico, un escondite preciado en ciertos lugares del fin de un continente jovenzuelo que será por todos los tiempos un mundo subdesarrollado y que el recién fallecido se cansó de preguntar:

¿Subdesarrollado en qué escala o tabla de desarrollo?

Desde ese lugar, siguió agitando: – “las joyas debían ser falsas para que tengan valor.”- Admiraba y odiaba a los orfebres parisinos y londinenses, las dos caras de la misma moneda.

Se había obsesionado con Robert Goossens, Un excepcional falsificador quien tuvo sus mejores épocas junto a Chanel, donde hizo brillar joyas extraordinarias partiendo de malas fantasías, de bisuterías baratas de aquel mundo donde era igual el origen: Made in Panamá, Made in Brasil Made in Colombia o Made in Ecuador. Le daba lo mismo Zambia, Zimbabue, Namibia o Etiopía. María Callas, Audrey Hepburn y la primera dama estadounidense Jackie Kennedy colgaron joyas de oro con peso de bronce y brillaron con luz propia, artificial, pero propia.

Incluso Jackie aspirante a ser Onassis, usó un colgante invisible el día del asesinato de su esposo John.

¡Qué resurrección hubiera sido para De Loof hospedarse seis meses al año en el Hotel Ritz donde las amantes rivales, jubiladas, se reunían para compartir sus odiseas con el duque de Westminster; y luego, salían a caminar por los Campos Elíseos!

¡Qué resurrección fantástica hubiera sido para el artista cuya gloria fue su debilidad existencial!

De Loof alteró los sucesos para distanciarse de Fred Redondo: – No nací en un ataúd cubierto de camelias, gardenias, orquídeas, azaleas y claveles rojos. No me molestaban las blasfemias callejeras, me irritaba el pudor –

Y en forma burlona repetía expresiones de Fred: – “Nací en el sur de Francia. Vengo de emigrantes españoles. Fui a una escuela pituca, ¡pero siempre me sentí el bicho raro! Mi abuela fue costurera y crecí entre botones y ropa. Ella con una cortina le hacía un vestido a mi hermana, y así aprendí a mezclar estilos”- Gesticulaba una cursilería.

Y recordó la osadía de una loable costurera diferenciándola de los costureros que trabajaban en un cuarto sin luz, ni aire, en un apartamento de Milán para las marcas de Redondo.

“- Más interesante fue lo de Marta Rojas, la cubana nacida en Santiago, hija de una hija de españoles que cosía y vestía a las señoritas de la alta sociedad santiaguera.

Y sin pedantería, la negra hermosa nacida en San Francisco entre San Agustín y Cuartel del Pardo, en una de las lomitas de Santiago de Cuba, tuvo la oportunidad de estrenar un vestido destinado a la hija del hombre más rico de Cuba.

Elvira Rodríguez, su madre, terminaba un vestido con género italiano para la hija mayor de la familia Bacardí que se casaba una semana después.

El matrimonio de la costurera matancera, y de Juan Rojas Feriaud, no tenían dinero para vestir a su hija mayor que debía lucirse en la gran fiesta popular santiaguera.

Entonces, doña Elvira encontró la solución. Adaptó el vestido de la Bacardí para que lo estrene y luzca Marta, que no se perdía baile en la zona.

El vestido de la hija de la costurera se llevó todos los halagos de la gran noche, y luego, a pocos días, fue el modelo que exhibió la reina del glamur de la ciudad de los Bacardi.

Marta llevó al baile popular el esplendor de la riqueza, después que su madre le enseñara a ganarse los diez centavos para pagar el cine, y valerse por sí sola, como subirse en una silla, encima de una mesa, para sustituir el foco quemado de su cuarto bajo la supervisión de su abuelo español, “Mememel” –

Sergio De Loof no fue vestuarista de MTV, No estuvo en Londres, Ni en Paris ni estuvo en Berlín, porque la Buenos Aires de De Loof era un mundo perfecto de materiales para reciclar.

No hay necesidad de importar ni viajar para ver porquerías.

La Buenos Aires de De Loof no era cualquier Buenos Aires.

El artista no plagió a Giorgio Armani, Se aferró a los diseñadores del bar Bolivia Gabi Bunader, Gabriel Grippo y Andrés Baño, pero en diversas temporadas visitó Miami y dirigiéndose a Salvador Walter Barea:

-¿Viste, cómo viste, el que viste? Silencio de ambos No plagió a Jean Paul Gaultier ni a Yves Saint Laurent, pero sumó a Mónica Van Asperen, a Kelo Romero y Pablo Simón. e hizo trueque, dejó Christian Dior y se quedó con Cristian Dios, y con el fotógrafo Gustavo Di Mario sin X-Tanz, de Adrián Dárgelos y Diego Tuñón.

Aunque los imitó para burlase de ellos. Fue el mejor de una historia rococó en basurales abiertos.

El resplandor, provocado por la colisión de lo desconocido por conocer, interrumpió la coincidencia de sensaciones entre ellos, distantes entre sí, sin los sentidos. Una polvareda cubrió la escena parecía un set de filmación bajo una ventolera y las voces pluriculturales poblaron el horizonte y giraron con un ánimo distinto.

Ya no estaban. Eran restos de meteoritos.

– Sergio, terminemos la entrevista. – le pidió el entrevistador enviado desde Nueva York. En horas, cierra el contenido Vogue.

Apenas escuchó, iba con prisa. Estaba lejos de la redacción.

Se lo sentía distante y desde la altura colorida de su Bolivia soñada la de colores fuertes, la de verdes sofocantes, la de rojos quemantes, desde esa Bolivia de altitud asfixiante usó el mismo eco de la voz entrevistadora y arrulló la suya: como aquella vez que le dieron el alta médica a la misma hora y en el mismo hospital que moría su padre.

La entrevista nunca tuvo fin y la mayor parte fue realizada entre cadáveres ploteados a tamaño real que habían sido subastados honorablemente en miles, miles y miles de dólares azules, entre señores etiquetados y con atuendos confeccionados por emigrantes clandestinos y marcas autorizadas por la Secretaría de Comercio Exterior.

El cementerio donde fueron sepultados los restos de Sergio De Loof fue usurpado por la banda del “Chaleco” Dionisio, un prestigioso abogado proveniente de familias letradas de otros tiempos cuando la tierra no tenía valor, y los jueces de paz medían por mojones inexistentes, y cuchillos ensangrentados defendían lo suyo en veladas de postas inciertas, y morían presos, ahorcados en los calabozos.

Cuando cambiaron las épocas, los matones del doctor “Chaleco” Dionisio se hicieron temerosos en la vecindad y la gente de campo rezaba para que no llegara el turno del mal, o la visita de quienes blandiendo un papel con sellos oficiales atropellaban y desalojaban hasta los animales.

Los okupas construyeron edificios de varios pisos sobre las tumbas, rascacielos aprobados por el ente contralor de obras privadas, y las sepulturas con los huesos de De Loof, Chabán y de Barea y de los clientes de los bares desaparecidos como Bolivia, de buseca y vino tinto y El Dorado, con mirada nueva sobre otra etapa, pasaron dos años soportando el peso de los primeros ladrillos, y en pleno vendaval los huesos trasladaron su movida de San Telmo al barrio de Monserrat, y allí, hubo descontrol de caca y crema, y mezcla de ambas para el jet set porteño.

¡Hay fin, que cerca estás del origen! Bailaban también Teté Coustarot, Susana Giménez, Franco y Mauricio Macri, y celebridades como Madonna, Boy George.

Andy Bell cantaba un poco de respeto, mientras otras bragas se disputaban un turno para el sagrado orgasmo de ocasión.

Las revistas rechazadas se llenaban de fotografías noventistas, como consuelo para quienes no llegaban.

En pleno derrumbe de la década infame, de la basura y de la hipocresía de Morocco, en los pisos del edificio de Hipólito Yrigoyen en las noches del Club Caniche,

Los huesos de De Loof pregonaron lo esencial: – hay que cuidar los pies.

En el Café París, en el Pipi Cucú, entre El Diamante, El Sheik y Ave Porco, el alcohol bien añejado y la cocaína de alta pureza cuidaban las cabezas del smog, del stress y de otras toxinas, las asimetrías sociales y las élites, pero morían por los males de los tiempos, y los huesos de los clientes bailaban en las pasarelas con las tetas enrolladas eran modelos de cachivaches y actuaban con ropas kitsch diseñadas por quien había sido el recién fallecido.

Las creó con arcoíris de retazos, con prendas de segunda mano, con ex vestidos de seres vivos con nítidos contrastes entre los colores cálidos y los fríos en los puestos callejeros en las ferias famosas de baratijas donde se bebía mate en las plazas sobre los mármoles.

Las creó con recortes, telas sueltas, trozos de diarios viejos de mañana y revistas desteñidas amarillentas de vahos y flujos de gomerías y talleres mecánicos, con atuendos confeccionados por bordadoras, y materiales que rescataba de los basureros.

Los huesos de los frecuentadores de los bares, y de los artistas concebidos en la sensatez de lo cotidiano, quedaron del otro lado, del lado de la hondonada que las lluvias esporádicas convertían en la laguna de los muertos libres, de los que siguieron hablando, de los que siguieron apareciendo, de los que siguieron escribiendo, de los que siguieron cantando, de los que desfilaron con burlas solemnes dignas de cualquier día tonto de homenaje a no sé quién.

Y cuando la laguna se secaba, aparecía un grafiti escrito en la profundidad de la hondonada: “Sin luz seguirán ciegos.”

La entrevista al recién fallecido fue inmersiva y tuvo a un error de cálculo de resucitar al entrevistado.