Washington, el pueblo secreto del polo | Noticias | La Voz del Interior

2022-07-02 03:37:51 By : Ms. cherry cai

En el sur de Córdoba existe un pequeño pueblo en el que el polo es protagonista. Es el refugio de Adolfo Cambiasso, el “Maradona” de este deporte.

“De ocote llegué acá”, dice Aldolfo Cambiasso. El mejor jugador de polo en el mundo acaba de dar una exhibición en la cancha del Washington Polo Club y está transpirado. Parado al lado de un Audi negro, se saca los anteojos protectores y toma agua de una botella de plástico de litro y medio. Como cada año, desde fines de la década de los ’90, está a punto de terminar con un compromiso que lo gratifica: jugar el Abierto de Polo de Washington, provincia de Córdoba. Luego partirá hacia Inglaterra, pero antes se sacará fotos con los vecinos de este pequeño pueblo, el lugar que ha elegido para desenchufarse de su extraordinaria vida. Cambiasso vive un par de meses al año allí en su estancia, “La Picaza”.

En ese lugar de la pampa húmeda y rica de una Argentina sojera, elige pasar parte del tiempo el tipo que mejor juega al polo en el planeta.

El destino lo llevó a un lugar que vio pasar indios bravos, ingleses de prosapia y que fue bautizado con el nombre de un ex presidente de Estados Unidos. Allí nació una buena parte del polo argentino después de que los conquistadores del desierto borraran de aquellas tierras a sus últimos habitantes originarios.

Washington es un pueblo rodeado de miles de hectáreas de tierra fértil y caballos salvajes, levantado por los ingleses que trajeron el ferrocarril y por una gloria de este deporte, Francisco Balfour (el primer secretario de la River Plate Polo Association, fundada en 1892) que se estableció en otra estancia de la zona, El Colorado.

En estos años de boom sojero, cada lunes los hombres salen temprano a trabajar como peones para regresar recién los viernes.

Antes, en tiempos de la conquista, vivía allí el Indio Blanco, ese nativo que Lucio V. Mansilla describió en Una excursión a los indios ranqueles como el más feroz y difícil de de­rrotar. La masacre de la posta de Chemecó, en la que los nativos mataron y mutilaron a más de 100 hombres del capitán Morales al borde de una laguna, dejó prueba de aquel carácter salvaje y libertario.

“Chemecó es el nombre de una laguna que estaba a metros del ferrocarril, muy cerca de la cancha de polo en la que hoy se hace el Abierto”, cuenta Laura Antiga, hija de uno de los po­bladores más autóctonos de Washington. “Todavía recuerdo la imagen de la laguna completamente rosa por los cientos de flamencos que se bañaban en sus aguas”, cuenta la mujer, hoy en Río Cuarto.

"La Picaza". Cambiasso llegó aquí a fines de 1998. Compró la estancia La Picaza (el nombre refiere al color de un tipo de caballo, entre ceniza y negruzco), de unas dos mil hectáreas, y comenzó la cría de caballos y el desarrollo de un modelo para la selección del petisos.

Su presencia hizo renacer el viejo Abierto de Polo, que en 2012 llegó a su edición 108va. Se trata de un torneo tradicional y desconocido para el gran público, pero no para los nativos, or­gullosos de su campeonato de nivel inter­nacional.

“El pueblo entero jugó al polo durante muchos años. Viví casi 30 años allí y no recuerdo otra cosa que los partidos en la vieja cancha de la estancia El Colorado. Hasta uno de los nuestros llegó a ser medalla de oro en los Juegos Olímpicos”, recuerda Laura.

Habla de Manuel “Paisano” Andrada, integrante del equipo argentino que ganó la dorada en Berlín 1936. Si bien había nacido en Coronel Suárez, Buenos Aires, se radicó en Washington en los primeros años de la década del ‘20, llevado allí por la vieja fama de un lugar único, y se convirtió en historia del deporte argentino.

Historias fantásticas  y problemas mundanos. En Washington se cuentan muchas historias fantásticas, aunque los problemas de hoy son más mundanos. "Queremos que los vecinos saquen  los chanchos y las gallinas de los  patios. Queremos darle un nuevo aspecto al pueblo", detalla la jefa co­munal, Celime Darwich.

Los habitantes de este punto per­dido a 350 kilómetros de Córdoba capital, casi al límite con San Luis, llevan años criando sus animales puertas adentro y no ven la razón para cambiar. “Y algunos hasta tienen caballos; petisos que intentan venderle a algún em­presario o a polistas que vienen al Abierto. Por ahí un buen ejemplar puede dejarles unos 10 mil pesos”, cuenta la intendenta.

Hay en Washington recuerdos de una época gloriosa. Un hotel que recibía a la oligarquía porteña que viajaba en el Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, estacionaba sus vagones-comedor frente a la cancha para ver verdadero polo inglés. Porque las actas de la fundación del Club fueron escritas en inglés, hasta que en 1926, los criollos cambiaron al castellano y le dieron impronta nacional.

Aquel hotel y un almacén de ramos generales son hoy ruinas, maquetas imaginarias para los habitantes del pueblo que las recrean como leyendas de otro planeta.

Los habitantes de Washington caminan entre los edificios derruidos sin prestarles atención; son los vestigios de una época lejana pero propia.

Miguel Ibáñez es uno de esos vecinos. Lleva una gorra roja del Washington Polo Club y arregla su tractor para darle una cortada al césped de la cancha. El mastodonte mecánico del siglo pasado está a metros de su casa, que está a metros del Club. Desde hace cinco años es el máximo responsable de que Cambiasso la rompa sobre un billar. Pero no se inmuta y con paciencia pone en marcha el fierro.

La explosión del motor al arrancar se pierde en el eco de la inmensidad  del silencio de la pampa húmeda y  rebota entre las calles arenosas del pueblo, mientras los mosquitos rapiñan. Ibáñez tiene manos rugosas y una sonrisa franca que ofrece antes de irse a trabajar.

En el pueblo dicen muchas cosas. Que Cambiasso no llegó de “ocote” sino convencido por Gonzalo Pieres, otro de los mejores polistas país, para que comprara La Picaza. Y dicen que vino hasta el sur de Córdoba sabiendo que no había otro lugar capaz de dar los caballos que dan estas tierras, tapizadas de un piso de guadal arenoso y suave, justo para que los pingos floten al correr.

Como Adolfito. "Han venido jeques árabes, empresarios ingleses, hasta de China vinieron a Washington", cuenta Agustín Cinti, un pibe de 17 años, también de Mackenna, que sueña ser Cambiasso. Juega al polo con sus amigos en una de las tantas canchas esparcidas por el sur cordobés y conoce al detalle la vida de "Adolfito". Asegura que como él hay muchos más pibes, de clase media con un capital en tierras fértiles y una familia que banque la parada para darle a los caballos. Lo hacen, dice, porque el que es bueno podría llegar a Buenos Aires, a ser parte de la elite.

La estancia de Cambiasso está a unos pocos kilómetros del Washington Polo Club. Si uno sigue por el borde de la cancha, terminará en la tranquera de La Picaza.

Del Club se mantiene sólo una  humilde y vieja casona, de paredes blancas, tejas rojas y piso de mosaico amarillo y rojo. Y claro, una cancha de polo.

“Es mi lugar”, explica Cambiasso. “Me desenchufo de todo”. Es la bisagra del año laboral (o como se llame la vida de un polista), que empezó en Dubai, siguió en Estados Unidos, pasó por Córdoba y continuará en Inglaterra con visita a la reina incluida. Una temporada en la que el polista, nacido en Cañuelas, cruzará vida con empresarios multimillonarios, multimillonarios excéntricos y hasta con la realeza británica, siempre con el entremés de los cordobeses amigos.

Caminos de arena. Para llegar hasta Washington hay que dejar la ruta provincial 7, cruzar un arco de bienvenida y manejar por un largo camino de ripio y arena. Excepto la cancha, todo lo que se pisa por ahí es médano. Las calles no están pavimentadas, los carteles de la única avenida tienen nombres pintados a mano y a la casa de la jefa comunal se entra golpeando la puerta.

“No estoy segura, porque fue hace muchos años, allá por 1965... pero no creo equivocarme: en la avenida principal, que no tenía el cantero central, aterrizó un avión de la fuerza aérea

de los Estados Unidos”, revive Laura Antiga, segura de que vio aquel es­pectáculo. “El gobierno estadouni­dense, enterado de que en Argentina había un pueblo con el nombre de su prócer, envió un avión con regalos para todos. A mí me tocó un equipo de gimnasia”, agrega.

Hoy son 508 habitantes, conocidos por nombre y apellido. Ni siquiera se toman el trabajo de levantar medianeras porque, al fin de cuentas, a nadie se le ocurriría robarle a un vecino.

Cambiasso, dicen, suele pasear por las calles en un carro tirado por caballos. Una especie de sulky pero menos lujoso. Cuando están sus hijos (tiene tres con la modelo María Vázquez) van a tomarse un helado al único bar del pueblo. Siempre tapado por sus anteojos de sol y el cuello polar como vincha, parece tímido. “Pero es un gran tipo, muy abierto”, asegura Pablo Mana, uno de sus amigos lugareños.

A “Adolfito” los rasgos de la cara no le hacen juego con la edad. Su rostro no es de alguien que haya cumplido 37 años; parece mayor. Su vida extraordinaria le ha marcado el entrecejo.

Cuando habla, su voz grave hace equilibrio con su simpatía. Es amable, dado y nada extravagante, pero siempre impone distancia. Los vecinos de Washington lo miran desde lejos, acostumbrados después de tanta historia y de cientos de partidos, a convivir con el “Maradona del polo”.

Dicen, también entre tanta leyenda, que Adolfo colabora con el pueblo. Y cuando dicen que colabora hablan de dinero. De regalos en efectivo para la sala de primeros auxilios, para la escuela y para el jardín de infantes. Que una vez volvió de Inglaterra con un premio importante y que lo repartió según las necesidades de la comuna.

Y que en otra ocasión organizó un re­mate entre amigos, empresarios y polistas para un camionero enfermo. Donó un caballo, se hizo la venta y juntó unos 10 mil dólares que ayudaron al sufriente amigo.

Hay una historia en el sur de Córdoba que seguirá escribiéndose porque el Abierto es cada vez más grande. Tienen grandes planes para los próximos años y Cambiasso no piensa abandonar su casa; un chalet sencillo pero enorme, rodeado de soja, puntas de flechas tapadas por la arena de los tiempos y caballos pura sangre. Los enormes eucaliptos centenarios son sus testigos más fieles.

- El amigo con historia propia

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