Una postal de Puerto Argentino, Islas Malvinas.
Bienvenidos a un territorio plagado de luces y sombras, un lugar conmovedor, capaz de sacudir las fibras más sensibles sin siquiera dar tiempo a desensillar. De punta a punta, para la mirada de un cronista argentino, Islas Malvinas es una permanente alternancia de claroscuros.
Las contradicciones asoman desde la memoria y salen a la superficie sin esfuerzo, incluso en el apogeo de una jornada inmejorablemente templada por el sol de la primavera.
Mientras el paisaje natural invita a deleitar la vista, los testimonios de la guerra de 1982 -sembrados a la intemperie sobre el suelo de turba, piedra y pastizales- remueven esa herida abierta, expuesta a flor de piel.
Ross Road, la calle costera de Puerto Argentino.
La despreocupada presencia de Stefanie y Frank Delahaie sobre la orilla pedregosa de la bahía de Puerto Argentino sorprende en el momento adecuado, cuando la ansiedad galopante parecía lejos de desacelerarse. El bote que los trae hasta la orilla se despega silenciosamente del velero que este matrimonio de aventureros franceses tripula por los mares de Europa y América. La travesía del matrimonio Delahaie y sus dos hijos se inició hace tres meses y medio en Cholet (cerca de Nantes) y ahora, después de encontrar un resguardo en medio de estas aguas barridas por tempestades impiadosas, parece sumido en el reposo del guerrero.
Vista de Puerto Argentino (Foto de Pablo PORCIUNCULA BRUNE / AFP)
“Dejamos atrás las costas de Noruega, Islandia, Polinesia, Alaska, Groenlandia, Canadá y el sur de Chile y elegimos anclar aquí por un mes, encantados con las colonias de pingüinos, la simpleza y amabilidad de la gente y la libertad y seguridad que encontraron los niños”, pondera Stefanie, recostada a expensas del sol sobre la playa recubierta de algas, piedras y caracoles.
Iglesia St. Mary en Puerto Argentino.
“Aquí no hay clases sociales”, lanza tajante al día siguiente Jaime Camblor, con la vista clavada en el espejo de su camioneta, que le devuelve los rostros todavía inexpresivos de los pasajeros del city tour que conduce.
El guía chileno señala un invernadero de verduras importadas de Uruguay, antes de detener la marcha ante los restos del barco carguero Lady Elizabeth, varado desde 1936 por una tormenta, y pronunciar “Goose Green” para referir al lugar por excelencia del turismo rural en estas latitudes superpobladas de ovejas. La sola mención de la estancia más grande de las islas (cuenta con 46 mil cabezas de ganado ovino) provoca un murmullo algo incómodo entre los visitantes. Goose Green tiene otras resonancias menos gratas: es también el paraje costero donde -entre el 27 y el 29 de mayo de 1982- se llevó a cabo una de las batallas más cruentas del enfrentamiento bélico.
Ovejas en Islas Malvinas / Foto: Gabriel Pecot
Camblor detecta un aire repentinamente espeso que flota en la cabina y pisa el acelerador por el camino costero. Primero se apura en mostrar los pintorescos chalés de madera del nuevo barrio Teaberry y después estaciona a metros de la playa Fox Bay, una alfombra blanca de arena microscópica. Invita a todos a relajarse por un buen rato en esta inmejorable postal trazada por las lengüetas de espuma blanca que arrojan las olas del mar turquesa y las bandadas de cauquenes bien alimentados que sobrevuelan a los visitantes.
Gypsy Cove, Islas Malvinas (Foto: Pablo PORCIUNCULA BRUNE / AFP)
Todo parece permanecer en perfecto orden aquí, bajo un sol brillante que se mantiene inmóvil y radiante, suspendido del cielo despejado. Sopla una brisa que, de tan suave, regala una caricia infrecuente en este escenario, más habituado a los vientos ingobernables y de largo aliento. Hasta que los pasos lentos por un sendero zigzagueante se topan con una serie de franjas señalizadas sobre la estepa. Es el riesgoso lugar de trabajo, delimitado geométricamente, de un equipo de expertos de Zimbabwe, entrenados en el delicado arte de detectar minas activas y neutralizar su poder destructivo. Los estragos de la guerra asoman, una y otra vez, para advertir sobre sus efectos devastadores y sugerir la inconveniencia de las formas bélicas para dirimir pleitos.
Huellas de la guerra, Islas Malvinas. Foto: Fernando Orden.
El guía retoma el circuito por una calle que trepa hasta Liberty Lodge, sitio de descanso, con seis camionetas “a disposición”, para los veteranos de guerra ingleses que visitan las islas. El edificio armoniza con la arquitectura dominante, que respeta rigurosamente la combinación de techos de teja o de chapa a dos aguas, jardines de invierno, cercos vegetales o de madera y caballos pastando a metros de la costanera, la Casa del Gobernador o la Catedral.
Una de las 5 salas del Museo histórico en Puerto Argentino
En la calle costera Ross Road se escuchan los esporádicos zumbidos de las 4x4 que interrumpen la melodía constante de las aves marinas, una suerte de cortejo amable que acompaña la caminata por un sendero de piedras hasta el Museo del Astillero Histórico (Historic Dockyard Museum), frente a los amplios ventanales con vista a la bahía del hotel Malvina House. Las cinco salas condensan usos, costumbres, invasiones y disputas a lo largo de más de cuatro siglos de presencia humana. Un sector especialmente ambientado con fotografías, textos, videos documentales, piezas y uniformes militares relata la guerra de 1982 “in our own words”. Es decir, a través de palabras que reflejan la mirada de los pobladores locales. El recorrido es autoguiado, un detalle que queda más que claro desde el gesto parco con que recibe a los visitantes la encargada del museo, limitada a vender la entrada y señalar la sala más cercana sin ánimo de gastar palabras.
La costanera de Puerto Argentino / Foto: Gabriel Pecot
En el extremo opuesto de la ciudad, Dean -un carismático instructor de kayaking- reivindica el buen nombre que los turistas anglosajones suelen adjudicar a los kelpers. Es posible que las condiciones inmejorables para navegar -la jornada se presenta sin viento y tampoco se detecta siquiera una ola que agite el mar transparente- contribuyan para que Dean exhiba una alta dosis de paciencia para atender a cada uno de sus inexpertos seguidores. Los ayuda a vestir la ropa de neoprén y la campera, ajusta sus calzados de goma y el chaleco salvavidas y corona su actitud paternal con instrucciones de seguridad. La excursión desde Cabo Pembroke transcurre sin contratiempos alrededor del borde de piedra y algas de un islote, en medio de la encantadora sinfonía de aves chillonas, lobos marinos, pingüinos, ballenas y delfines.
De regreso a Puerto Argentino, cae la tarde sobre la franja costera y un cono de penumbra envuelve la Catedral, la soberbia construcción que emerge entre los techos bajos de la ciudad. Refresca en las calles repentinamente desiertas y la atmósfera densa del bar The Rose surge en el momento oportuno para calentar el cuerpo con un chopp de cerveza negra local. Sobre el piso alfombrado, una hilera de largas mesas, bancos de madera y tableros de dardos colgados entre las antiguas fotografías que decoran la pared parecen conformar un territorio reservado para los turistas. Los parroquianos toman distancia de las caras extrañas y prefieren permanecer largo rato acodados sobre el mostrador, con las manos aferradas a la silenciosa compañía de un trago. No hay diálogo posible ni cruces de miradas entre unos y otros.
La mañana cubierta de neblina no amilana a Elsa Heathman, que conduce con admirable aplomo su camioneta Land Rover sobre una ruta de ripio sin banquinas. A los costados se ensancha la estepa desolada, salpicada de matas, ramilletes de pasto verde opaco o amarillento, campos de piedras sueltas, hilos de agua estancada, colinas puntiagudas y los despoblados islotes que trazan los brazos extendidos del mar. En el último tramo de esta impactante comarca -sobre la playa de arena Volunteer Point- surgirán las figuras móviles de más de 7 mil parejas de pingüinos.
Pingüinos en Volunteer Point (Foto de Pablo PORCIUNCULA BRUNE / AFP)
El desértico escenario parece haberse devorado hasta el último cimiento de Port Louis. Un precario cartel y una bandera señalan la ubicación que el audaz marino francés Louis de Bouganville había asignado a la primera población en las islas en el siglo XVIII.
La ilusión de cruzarse con algún campesino al llegar a la tranquera de Bahía Johnsons se enciende y se desvanece con la misma velocidad. Una caja abierta ofrece galletas, huevos, bizcochos y dulces a los viajeros y apela a su honestidad para que se sirvan libremente y dejen el dinero por el precio que consideren justo, bajo la atenta mirada de una bandada de pájaros como únicos testigos.
Pingüinos en Volunteer Point.
Si hasta aquí Mrs Elsa había mostrado buena parte de sus condiciones conductivas, ahora -cuando el camino languidece y no queda más que transitar por huellas, profundos arroyos, cráteres inundados y empinadas barrancas- se dispone a imitar al pie de la letra cada salto del vehículo de su esposo Tony para desplegar todo su repertorio. La última hora y media de la excursión transcurre así, a campo traviesa y a los tumbos. El alivio llega providencialmente más allá de la última pradera escarpada, donde una ruidosa multitud de pingüinos Rey (King), Magallanes y Gentoo, ovejas, gansos y gaviotas nos espera sobre la costa. Sin dejar de disparar las cámaras hacia los cuatro costados, respiramos profundo para recobrar fuerzas y cargar energías con el aire húmedo desprendido del mar.
Pingüinos Rey, entre las especies que es posible ver en Volunteer Point.
La percepción de haber alcanzado el último confín del planeta es una sensación recurrente fuera del abrigo que ofrece el trazado urbano de Puerto Argentino. Volunteer Point empuja la imaginación hacia ese supuesto punto más lejano posible que dibuja el horizonte.
Cementerio de Darwin, Islas Malvinas / Foto: Fernando de la Orden
Un rato después, la posible idea de finisterra vuelve a esbozarse alrededor de los restos de un helicóptero derribado y termina de cristalizarse en el atronador silencio que reina en el cementerio de Darwin y ni el más persistente de los vientos es capaz de perforar. Después de plegarnos al momento de reflexión que reclama el destino final de 237 soldados argentinos, el capítulo final del viaje se escribe para siempre en la memoria.
Esta crónica, escrita con la pretensión de reflejar un viaje reciente a las Malvinas, reúne un puñado de imágenes y momentos compartidos en las islas por un grupo de periodistas en noviembre de 2019. Pero la historia que cuento se empezó a escribir mucho antes, hace 37 años. La pesada mochila que porta aquellas primeras vivencias -una mezcla de euforia irracional, miedos, ilusiones, perplejidades, impotencia y frustración, experimentada durante los días de guerra en 1982- fue un condimento que afloró insistentemente a cada paso cuando me llegó la hora de volver a pisar el áspero suelo de esa tierra, tan lejana como soñada.
El resultado plasmado en palabra escrita simboliza el cierre de un derrotero que me tocó transitar en condición de soldado involuntario e inexperto. El servicio militar obligatorio me llevó a poner el cuerpo en los comienzos de una aventura bélica que, en menos de tres meses, derivó en una tragedia colectiva, cuyos estragos todavía padece la sociedad argentina. Ahora, cuando el reclamo de soberanía va perfectamente de la mano con las formas civilizadas del debate y la diplomacia sin precondiciones, ese pasado doloroso recobra su lugar indispensable, para advertir sobre la imperiosa necesidad de conocer el escenario en disputa y dialogar, sin soslayar la persistente acechanza de la memoria. Por respeto a los miles de soldados que fueron y volvieron marcados a fuego por las esquirlas de guerra o quedaron allí para siempre.
Cómo llegar. LATAM vuela desde la ciudad de Córdoba hasta Puerto Argentino en tres horas y media, el segundo miércoles de cada mes a las 11.40. Regresa desde las islas el tercer miércoles de cada mes a las 16.50; ida y vuelta con impuestos, US$ 800. De Aeroparque a Córdoba por LATAM (1 h. 30’), desde $ 6.060 ida y vuelta.
LATAM inauguró un vuelo de Brasil a Malvinas que, una vez por mes hace escala en Córdoba.
La opción Río Gallegos-Islas Malvinas tiene salidas el segundo sábado de cada mes a las 12.53. Ese vuelo de LATAM dura una hora y media y regresa al continente el tercer sábado de cada mes a las 13.48; ida y vuelta con impuestos, US$ 1.200. De Buenos Aires a la capital de Santa Cruz por Aerolíneas Argentinas (3 hs. 15’), desde $ 32.736 ida y vuelta.
Dónde alojarse. En Puerto Argentino, hotel Malvina House: habitación doble con desayuno y TV cable durante la temporada alta (desde octubre hasta marzo), 131,50 libras; en temporada baja, 119 libras (www.malvina househotel. com).
Moneda. La moneda oficial de uso corriente en las islas es la libra esterlina local, cuyo valor es similar a la libra británica. Se cotiza a 1,29 dólar y 1,16 euro.
Cuánto cuesta. Taxi desde el aeropuerto hasta la ciudad, 40 libras.
Entrada al Museo Histórico Dockyard, 5 libras, 8 dólares o 7 euros; chicos de hasta 16 años, gratis (www.falklands-mu seum.com).
Menú infantil en el restaurante del hotel Malvina House, 5,95 libras; ñoquis de papa, 14,95 libras; mutabel, 3,95 libras; humus, 3,25 libras; suprema de pollo con papas, 16,95 libras; pescado con papas fritas, puré y cerveza local, 12,95 libras; chopp de cerveza local, 3,75 libras.
Postales con imágenes de las islas en el hotel Malvina House, 8 libras cada una o tres por 20 libras.
Excursión en kayak con traslado, instructor y equipo (5 hs.), 100 libras single y 80 libras cada uno la modalidad doble.
Excursión guiada de medio día en 4x4 hasta la pingüinera de Volunteer Point, 95 libras.
Vuelo en helicóptero (20’), 300 libras.
Ejemplar del semanario “Penguin News”, 2 libras.
Botella de cerveza local de medio litro, 2 libras.
Cafés de Europa (medio kilo) en el supermercado White Rose, de 3 a 7 libras; manzana, 0,50 libra la unidad; banana de Ecuador, 1 libra cada una; pan, 2 a 3 libras cada baguette; leche (1 litro), 1,29 libra; docena de huevos, 3,50 libras; carne de oveja o vaca, 3,29 el kilo.
Tasa de aeropuerto en Islas Malvinas, 25 libras.
Café doble en el aeropuerto, 2 libras.
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Piedras 1743. C.A.B.A, Argentina
Edición Nº: 9535 13 de Mayo de 2022
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